Fallece Monseñor Don José Antonio Álvarez, obispo auxiliar de Madrid

Querida familia de Cursillos: Hoy hemos amanecido con la triste noticia del fallecimiento de D. José Antonio, obispo auxiliar de Madrid, nuestro querido Pepe, como le llamamos cariñosamente los cursillistas de Madrid. Nos unimos en oración a toda la Iglesia de Madrid para pedir por su entrada en el Cielo y por el consuelo de su familia. Que su paso a la casa del Padre sea un revulsivo para creer y esperar en el Señor. Está en sus manos. Las mejores. Salvados en la esperanza que nunca defrauda.

José Antonio Álvarez, falleció de un infarto a los 50 años. Sólo le dio tiempo a llamar al obispo auxiliar Vicente Martín y al cardenal José Cobo, porque compartían casa en el arzobispado. Cuando llegó el 112, Pepe ya no estaba allí.

El cuerpo de Monseñor Don José Antonio Álvarez será trasladado a la cripta de la Catedral de Santa María la Real de la Almudena, donde quedará expuesto a lo largo de la tarde de hoy para que quienes lo deseen  puedan acercarse a visitarlo y orar por su eterno descanso. A las 19:00 horas se celebrará la Eucaristía en la catedral.

Mañana jueves, 2 de octubre, a las 12:00 horas tendrá lugar la Misa corpore insepulto en la catedral, seguida del entierro en la cripta.

Descanse en paz

Pepe Álvarez: el cura de mi familia

Columna del periodista y cursillista José Antonio Méndez en El Debate

La muerte no avisa y cada vez que aparece te amarga la fiesta. Pero hay veces que la parca dobla la esquina de forma tan imprevista y, en apariencia, tan injusta, que te deja especialmente dolorido, por no decir otra cosa. En estos casos, tener fe en Jesús Resucitado, confiar en la vida eterna que nos aguarda y en el abrazo del Dios Padre en quien uno deposita sus esperanzas, amaina la tormenta del horizonte… pero la pena, la pena honda y humana, no te la quita nadie.

Así es como escribo estas líneas, tras la muerte de mi amigo Pepe, de quien los titulares hablan como monseñor José Antonio Álvarez, obispo auxiliar de Madrid. El sacerdote que me casó, el que fue durante años mi director espiritual (y también de la que primero fue mi novia y hoy es mi esposa), el que bautizó a mi hijo mayor y, en fin, uno de esos curas buenos que han sido, en mi hogar, presencia de Dios.

Excuso decir que estas líneas me nacen desde el cariño, pero no quiero canonizar a un amigo, pecador como todos y necesitado ahora de nuestras oraciones por la salvación de su alma –cosa que pido, y muy en serio, a los lectores de El Debate–.

Aunque también reconozco que si las puertas del Cielo no se abren para un hombre como Pepe, yo me bajo del barco porque no tengo posibilidad alguna de esperar que se me abran algún día.

Me dicen que ha sido un infarto el que ha parado su corazón a los 50 años, y que sólo le dio tiempo a llamar al obispo auxiliar Vicente Martín y al cardenal José Cobo, porque compartían casa en el arzobispado. Cuando llegó el 112, Pepe ya no estaba allí.

Razones médicas habrá, pero si digo lo que pienso, creo que el que en su momento fue el obispo más joven de España no podía haber muerto de otro modo que con el corazón roto, del desgaste.

En estos días en que hemos leído tanto sobre casos de curas que tenían una doble vida y que han escandalizado a los fieles por su infidelidad al orden que recibieron, la vocación de Pepe, don José Antonio, aparece más claramente sobre lo que debe ser un sacerdote de Jesucristo.

Dispuesto y entregado a los demás hasta la extenuación, su vocación de servicio nació en el seno de un hogar católico, y eclosionó en la India, trabajando junto a santa Teresa de Calcuta y el padre Cristopher Hartley. Y de aquel modo sencillo y natural de amar sin medida a los demás, por amar a Cristo con radicalidad, hizo Pepe un estilo de vida que le ha acompañado hasta su muerte.

Durante décadas, compaginó las tediosas y no pocas veces dolorosas labores de curia como secretario personal de monseñor César Franco, con la capellanía de unas monjas de clausura, la dirección espiritual de centenares de seglares y sacerdotes, la atención a los pobres en Manos Unidas, y la acción evangelizadora de primerísima línea –especialmente, a los alejados de la fe– a través del Movimiento de Cursillos de Cristiandad. Y aunque tenía una agenda desbordada, sacaba tiempo para llamarte, para venir a cenar a casa, o para consolarte cuando la enfermedad hacía zozobrar tu familia. Y no por ser un super hombre, no, sino por ser un hombre de oración, que ponía sobre el altar de la misa las preocupaciones que tenía en la mente y en el corazón.

Porque cuando rezas de verdad por alguien, es más fácil que te acuerdes de sus problemas y de sus alegrías, y el whatsapp o la llamada se vuelven sólo una prolongación de tu oración.

Pero ojo, porque Pepe no era un cura-colega, de esos que buscan caer bien aunque te dejen huérfano en la fe: era un verdadero padre espiritual.

Lloró con nosotros cuando fue el caso, acompañó mis lágrimas con compasión, reía a carcajadas cuando se terciaba, y me cantó las verdades del barquero sin regalarme el oído. Acompañaba la fragilidad con empatía, sí, pero con la verdad por delante. Y con un rumbo fijo: llevarte a la conversión. Paso a paso y a tu ritmo, pero sin almibarar la mediocridad ni rebajar la llamada a la santidad. Era lo opuesto a esos pastores a los que se les llena la boca de «acompañar al otro» y lo único que hacen es deambular erráticamente junto a ellos en torno a su propio pecado.

Siempre me resultó llamativo que Dios le permitiese conservar la infancia espiritual: una mirada de niño en la voluntad de un hombre. Era una virtud que él mismo cultivaba en el ejemplo de Teresita de Lisieux, santa a la que tenía una enorme devoción y en cuya fiesta, providencialmente, ha fallecido.

Cuando la Iglesia le pidió más responsabilidades, las aceptó por obediencia, sin ese deseo de medrar y de hacer carrerismo que, por desgracia, también se da en ocasiones entre algunos que llevan alzacuellos o mitra.

De su bondad humana, de su hondura espiritual y de su virtuosa rectitud pueden dar cuenta varias generaciones de curas de Madrid, que le tuvieron en el seminario, en diferentes etapas, como director espiritual, formador y rector, y ahora como obispo auxiliar. En estos meses se cargó a las espaldas buena parte del peso de la archidiócesis de Madrid, no sólo en labores de gobierno sino sobre todo en el acompañamiento a los sacerdotes; esa pata en la que, todo sea dicho, la Iglesia tanto cojea.

Me quedo con una frase que el propio Pepe dijo a su madre en el funeral de su padre, a quien él mismo había dado los últimos sacramentos y cuya alianza de boda llevó puesta después, como signo de su desposorio con la Iglesia: «Decía Martín Descalzo –citó con lágrimas irrefrenables en los ojos– que morir es sólo morir, morir se acaba. Mamá: papá no ha dejado de vivir. Al contrario: ahora vive de verdad, porque ya ha visto cara a cara el rostro de Dios, a quien tanto quería y por quien dio la vida».

Disfruta en Dios, amigo Pepe. Saluda a Madre Teresa, a Sebastián Gayá, a Eduardo Palanca y a tantos otros, de nuestra parte. Y ayúdanos a vivir aquí de tal modo que podamos vernos de nuevo en el cielo, dentro de mucho.

Todas las noticias

Bienvenidos

ÚNETE A NOSOTROS

CURSILLOSMADRID

Gracias por tu colaboración

Bienvenidos

ÚNETE A NOSOTROS